Luces del norte

Luces del norte

En edición de Magdalena Hai y Anne Leinonen

Osuuskumma international

OSUUSKUMMA INTERNATIONAL

Tampere, Finlandia 2016

Jenny and Antti Wihuri Foundation
Las editoras y autores desean agradecer a la Fundación Jenny y Antti Wihuri por la financiación de este proyecto.
1a edición
Osuuskumma International
Copyright © 2016 autores y traductores
Edición: Magdalena Hai y Anne Leinonen
Arte y diseno de cubierta: J.S. Meresmaa
Libro electrónico: Kari Välimäki
ISBN 978-952-7215-15-9
ISBN 978-952-7215-16-6 (e-book)

Contenido

Cubierta
Introducción
Magdalena Hai: La novia fría
Kari Välimäki: El piano de cola
Anne Leinonen: Pieles
J.S. Meresmaa: Sueños que entristecen las mañanas
Janos Honkonen: El diablo se equivocó por un año
Saara Henriksson: Gravedad perdida
Taru Kumara-Moisio: Fundamentos del centelleo
Sari Peltoniemi: El obsequio
Anni Nupponen: Quien gira la rueda
Luces del norte

Introducción

Luces del norte. Antología de ciencia ficción finlandesa nos presenta una selección de relatos escritos por la emergente generación de escritores finlandeses de ciencia ficción y fantasía. En ella encontramos autores ya establecidos, con varios libros publicados, así como nuevos talentos. Las historias pertenecen al subgénero de la ficción especulativa, con énfasis en el steampunk. Como sugiere el nombre de la antología, nuestro objetivo es presentar una colección de “luces del norte”, de historias resplandecientes de escritores cuyos trabajos aún no han sido traducidos al castellano.

A pesar de que el finlandés es un idioma muy pequeño, con sólo seis millones de hablantes en el mundo, tenemos una floreciente cultura literaria, y sorprendentemente, un amplio espectro de ficción especulativa. Hay muchas razones para ello. Diversas publicaciones, virtuales y en papel, dedicadas al género proveen al escritor de muchas oportunidades de hacer escuchar su voz. Hay numerosos concursos y premios anuales, como los prestigiosos Portti y Atorox, abiertos a todos, o como el concurso Nova, limitado a principiantes y autores aún no publicados. Además, tenemos una próspera comunidad literaria que generosamente ofrece crítica constructiva a los principiantes y al mismo tiempo apoya y alienta a los escritores ya profesionales para que puedan alcanzar un alto nivel literario en sus trabajos. Las publicaciones y concursos, sin olvidar al activo fandom que consiguió que el próximo Worldcon 75 se realice en Finlandia, aseguran el continuo desarrollo de nuestra comunidad literaria. En los últimos años, publicaciones internacionales como Usva International y Finnish Weird, también formadas gracias al esfuerzo del fandom finlandés, han presentado al público angloparlante a varias prominentes escritoras finlandesas como Maria Turtschaninoff, Helena Waris y Leena Likitalo.

La ficción especulativa publicada en Finlandia ha sido tradicionalmente dirigida a niños y jóvenes. Hace poco que las grandes editoriales se han dado cuenta de las posibilidades que ofrece este género a audiencias más amplias y que novelas de escritores talentosos como Leena Krohn, Johanna Sinisalo, Hannu Rajaniemi, Emmi Itäranta y Pasi Ilmari Jääskeläinen han logrado que la ficción especulativa finlandesa sea conocida fuera de nuestras fronteras. Pequeñas editoriales como Osuuskumma se han impuesto como objetivo ofrecer obras de ciencia ficción y fantasía destinadas específicamente a un público adulto. Rápidas para adaptarse y también con orígenes en el fandom, las pequeñas editoriales ofrecen a los lectores una literatura más marginal, pero también los nuevos subgéneros y modas de la ciencia ficción, la fantasía y el horror.

La típica ficción especulativa finlandesa tiene muchas veces lo que se conoce como suomikumma, que en castellano equivaldría a “bizarro finlandés”. En la actualidad, el bizarro finlandés se ha convertido en un subgénero independiente. Las historias que nacen de las plumas finlandesas contienen muchas veces elementos y temas de la naturaleza, de nuestra propensión a la melancolía y de ese especial y pacífico recogimiento tan finlandés. Pero también sisu, nuestra extraña determinación, que muchas veces llega hasta la terquedad.

La nación finlandesa y su gente atravesaron cambios drásticos durante el siglo XIX y principios del XX. A lo largo del siglo XIX, Finlandia fue un ducado pobre del Imperio Ruso, con una economía basada principalmente en la agricultura. En el transcurso de los siguientes cien años, Finlandia logró su independencia y consiguió ser un moderno estado urbano con uno de los niveles de educación más altos del mundo. Finlandia tiene una larga historia de lucha por la igualdad –fue el tercer país del mundo en otorgar el voto a las mujeres y el primero de Europa–, y este esfuerzo puede ser visto a menudo en la ficción especulativa moderna finlandesa.

Ya en el siglo XIX, la nobleza finlandesa, la burguesía y los artistas mantuvieron fuertes lazos con Europa. Al escribir cartas a familiares que vivían fuera del país, al ir a estudiar a universidades extranjeras, trabajar fuera o simplemente viajar, traían consigo a los oscuros hogares nórdicos las últimas innovaciones técnicas, tendencias culturales y modas. La fábrica Finlayson en Tampere fue la primera de los países nórdicos y la cuarta de Europa en estar equipada con luz eléctrica. Es quizá este rápido progreso el que ha sembrado en los finlandeses, y en especial en los escritores, una dicotomía fundamental. Estamos entre lo moderno y lo antiguo, entre la naturaleza y la tecnología, entre los trolls y el cyberpunk.

En los cuentos tradicionales finlandeses encontramos un profundo amor y admiración por el acero y el talento de los forjadores. En el Kalevala, la saga nacional, se cuenta la historia del forjador Seppo Ilmarinen, que se construyó una esposa. Pero esta esposa, hecha de oro, resultó ser una mujer fría e insensible. Seppo Ilmarinen también inventó el Sampo, un molino mágico que producía granos, sal y oro. En las leyendas finlandesas se cuenta la historia de Könnin Kuokkamies, el labriego de Könnin, que era un hombre mecánico creado para arar los campos de Ostrobotnia, una especie de golem a cuerda.

Como género, el steampunk llegó a Finlandia bastante tarde, en 2010. La primera novela de ese género fue Kerjäläisprinsessa (“La princesa mendiga”) de Magdalena Hai, publicada en 2012 por Karisto. Ese mismo año Osuuskumma publicó su antología Steampunk! Koneita ja korsetteja (“¡Steampunk! Máquinas y corsés”), la primera de tres antologías sobre el tema. En la novela Naakkamestari (“El amo de los cuervos”, Robustos, 2015) J. S. Meresmaa nos presenta la vida de la capital industrial de Finlandia durante el siglo XIX, Tampere, con sus obreros y sus bandadas de cuervos mecánicos oscureciendo el cielo. Por otro lado, Anni Nupponen adopta un enfoque más futurista. Su novela Kauheat lapset (“Niños terribles”, Osuuskumma, 2015) imagina un mundo después de la revolución industrial y sus máquinas de vapor. Su cuento Joka ratasta pyörittää (Quien gira la rueda, de Steampunk! Koneita ja korsetteja), presente en esta antología, es una precuela independiente al futuro mundo del engranaje de “Niños terribles”. El steampunk contemporáneo finlandés muestra vestigios de cuentos folclóricos tradicionales y de la colorida y a veces terrible cultura obrera del siglo XIX. Se puede decir que el steampunk finlandés todavía es joven y está en camino de encontrar su identidad, pues cada escritor brinda su propia visión del género.

La antología Luces del norte ha sido publicada por Osuuskumma, una cooperativa editorial fundada y dirigida por escritores. Como editorial, nuestros objetivos son dar a conocer nuevos talentos, resaltar el tipo de literatura que muchas veces pasa desapercibida para el canon y continuar con la tradición de publicar antologías de ciencia ficción especulativa finlandesa de primera calidad.

Queremos dar las gracias a nuestros “cómplices en el crimen”, las invalorables traductoras y correctora de estilo Yasna Bravo, Sergio Prudant Vilches, Outi Korhonen, Clara Petrozzi, Laura Villella, Hannele Hakala, Liisa Rantalaiho y Layla Martínez. Nuestro más sentido agradecimiento va para Tanya Tynjälä, que ha traducido la mayor parte de los cuentos y ha sido una maravillosa ayuda para nosotras. También agradecemos a Ian Watson sus consejos y apoyo. Sin el esfuerzo y la visión artística de estas fantásticas personas este proyecto no hubiera sido posible.

Esperamos que disfruten la lectura de Luces del norte y también que esta antología alimente las ansias de leer más hermosas, siniestras y maravillosas historias del bizarro finlandés.

Las editoras

Magdalena Hai y Anne Leinonen.

Magdalena Hai

La novia fría

Traducción: Tanya Tynjala

La noche llegó un poco después de las nueve el día en que la prometida de mi hermano, la señorita Lisbeth Duvarney, falleció tras caer del balcón del tercer piso de nuestra casa de campo. Fue en 1882. Recuerdo ese día en particular porque tuvo una de esas dulces tardes de julio en las que el calor que penetraba en las paredes durante el día aún entibiaba el aire y las cigarras seguían cantando en las rosaledas del jardín. Habíamos pasado el día fuera jugando al críquet y admirando uno de los dirigibles de la compañía Royal Gregorovian, cuya enorme forma redonda creaba una extraña sombra sobre nuestro juego.

Regresamos al ocaso. Mi hermano Ichabod había estado bebiendo antes de la cena. Lisbeth había estado llorando. Más tarde, Lisbeth me invitó a su cuarto. En vano trató de entablar un diálogo conmigo. Caminaba sobre la alfombra como una gata salvaje, retorciendo su abanico, diciéndome que jamás se casaría con Ichabod. No cuando podía casarse conmigo. Estaba furiosa, como enloquecida.

Luego encontramos su cuerpo destrozado sobre las piedras grises del patio. El musgo que crecía entre el empedrado —el que Stokes, nuestro jardinero, trataba en vano de eliminar— estaba empapado de sangre. A la luz de las linternas se veían las grandes y relucientes perlas de sangre atrapadas entre las hendiduras; la planta parecía estar sedienta de ellas. Ichabod permanecía en las sombras, de pie, con los brazos cruzados, balanceándose violentamente.

El doctor de la familia llegó rápidamente y cubrió el cuerpo de Lisbeth con una sábana, repitiendo la frase obligada:

—Lo siento, no hay nada que hacer.

Ichabod cerró los ojos. Giró la cabeza como si alguien le hubiese golpeado. No traté de consolarlo.

—Tenemos que moverla —dije —. Llamaré a Stokes.

—No —dijo Ichabod con voz quebrada—. Yo mismo lo haré. No quiero que nadie toque a Lisbeth. Nadie más que yo —agregó con una mirada fulminante.

Ignoré la mirada que me lanzó.

—Haz como mejor te parezca, hermano.

A la mañana siguiente, Ichabod dejó el pueblo en un carruaje de alquiler. Se dirigió a la ciudad con los restos de Lisbeth. Tres días más tarde recibí la siguiente carta de su parte.

“Thaddeus:

Cuando recibas esta carta, nuestra querida Lisbeth estará descansando en la cripta de su familia en el cementerio de North Grimstone. El funeral fue modesto, con sólo algunos de sus amigos más cercanos y el sr. y la sra. Duvarney presentes. No les comenté a los padres de Lisbeth los detalles de su muerte. Supuse que era lo mejor.

No fuiste invitado por razones que tú mejor que nadie sabe.

Ichabod”.

Después de leer la carta de mi hermano, me senté en la biblioteca hasta que el día se convirtió en tarde y Wilford vino a cerrar las ventanas. Julio terminaba y se volvía agosto. Lentamente, la luz del sol menguante reveló los espacios vacíos en el patio, donde Stokes se había deshecho por fin del musgo manchado de sangre.

Recordé el día en que Ichabod nos presentó. La prometida de mi hermano había sido una mujer hermosa, de una manera muy peculiar y propia de ella. El sol de principios de verano había bronceado su piel. En su rostro se podían apreciar pecas. También las tenía por todo su cuerpo: justo por encima de la clavícula, por toda la sensible piel del pecho, en las entrepiernas. La primera vez que le hice el amor, seguí las pecas de su cuerpo con mis dedos como un niño jugando a unir los puntos. Eso la estremeció de placer.

Le intrigó el calor de mis manos. Las suyas siempre estaban frías.

Podría alegar que amaba a Lisbeth y así fingir ser un caballero. Podría alegar que hice todo lo posible por salvarla o incluso que su muerte me afectó de alguna manera. Pero lo cierto es que las semanas que siguieron a su fallecimietno las pasé como siempre, ocupándome de los asuntos de nuestras propiedades, sin pensar mucho en la tragedia de mi hermano.

Volví a saber de él sólo un mes más tarde. Ichabod tiene la costumbre de ahogar sus penas en trabajo, por lo que supuse que se había dedicado completamente a sus estudios en la Universidad Tecnológica de Ashborough. Era principios de septiembre cuando le volví a ver. Mis propios compromisos me llevaron a la ciudad. Caminaba por Hart´s Lane, hacia el barrio de los relojeros, cuando mi trayecto fue interrumpido al ser empujado por un hombre vulgar que llevaba un gran paquete marrón.

—¡Disculpe, fíjese por donde anda! —grité.

—Perdóneme —murmuró—, no le vi pasar, estaba…

El individuo tenía un aspecto tan descalabrado y lamentable que no me esperaba ver a alguien así en esa zona exclusiva de Ashborough. Hasta que el hombre levantó el ala de su sombrero no me di cuenta —horrorizado— de que se trataba de mi hermano.

—¡Ichabod! Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado?

Los enrojecidos ojos de mi hermano recorrían sin descanso mi rostro y mi cuello. Era como si me mirase sin querer verme. Se aferró a su paquete, parecía haber llegado a una decisión. Levantando la barbilla dijo:

—Thaddeus. Es un placer verte. ¿Cómo has estado?

—Ichabod… —le agarré del brazo—. Estás horrible. ¿Has estado bebiendo otra vez?

Ichabod pareció dudar un instante. Noté temblar su labio.

—¿Y en qué te afecta si lo he estado haciendo? ¿Qué te importa…? —Y con rostro abatido, agregó —tengo que irme.

Zafó violentamente su manga de mi mano. Antes de desaparecer entre la gente, se limpió rápidamente la boca con el dorso de la mano y me espetó:

—Es tu culpa, todo es tu culpa.

Este peculiar encuentro me dejó preocupado por mi hermano. Decidí dejar de lado mis compromisos del día, coger el primer escarabajo a vapor disponible y dirigirme hacia el domicilio de nuestro amigo mutuo John Reston. Durante años, John ha sido uno de las amistades más íntimas de la familia. Él sabría con seguridad lo que le había sucedido a mi hermano las semanas siguientes a la muerte de Lisbeth.

Al llegar a la casa de John, di un golpe al conductor del vehículo con la punta de mi paraguas y le pedí que detuviera el maldito motor.

Con un fuerte silbido, el vehículo bajó al nivel de la calzada. Descendí como pude y pagué el viaje. El hombre tocó el borde de su gorra, se dio la vuelta en su asiento para ordenarle al joven que se ocupaba de la pala que pusiera más carbón en el horno y lentamente el escarabajo se puso de pie. Las pesadas juntas mecánicas gimieron al levantarse la máquina. Reptó hacia donde se encontraban otras como ella que viajaban de arriba abajo por las pistas y desapareció entre las demás. Moví la cabeza. A diferencia de mi hermano, fanático de la tecnología, siempre tuve mis reservas ante la mayoría de los últimos avances hechos en el campo de la ingeniería. Detestaba lo vivas que parecían esas máquinas-insecto. Me resistía a aceptarlas.

John se sorprendió al verme, pero me invitó rápidamente a su despacho.

Mientras mi anfitrión me servía una copa de coñac, le pregunté:

—John, dime… ¿qué le sucede a mi hermano?

John agitó el líquido dorado de su vaso. Me ofreció un cigarro. Lo rechacé.

—Hoy vi a Ichabod en el barrio de los artesanos —le dije—. Parecía como poseído. Por Dios, John, es mi hermano.

John encendió el cigarro, se acomodó en su silla y me miró con una expresión grave.

—Para serte sincero, yo también he estado preocupado por Ichabod. Bueno, todos lo hemos estado —dijo—. Después del funeral de Lisbeth, desapareció. Dejó de ir al club y, hasta donde yo tengo noticia, no ha asistido ni a una sola clase desde el inicio del semestre.

Dejé que el coñac se deslizara por mi garganta. Me hizo recordar el contacto de los fríos dedos de Lisbeth. Ese recuerdo me perturbó. John prosiguió.

—Dicen que alquiló un taller en el distrito industrial de Knightsbride. Él afirma que está armando su proyecto de doctorado allí. Le he visto sólo de pasada, caminado por la calle.

—¿Está fumando opio? —le pregunté.

John movió la cabeza.

—No lo creo.

—¿Cuál es el problema, entonces?

—Dios lo sabrá, porque yo no —John fijó la mirada en su copa y luego la volvió hacia mí—. Pero parece que no se resigna al deceso de su novia. Sigue llorando la muerte de la muchacha.

Dejé la casa de John poco después. El enorme peso de los escarabajos a vapor que pasaban hacía temblar la calle. El amargo humo y el polvo de carbón que derramaban sus fuelles daban al aire un olor muy desagradable. Tomé el siguiente vehículo de alquiler que pasó por allí. Un anticuado carruaje de caballos. Coloqué un pañuelo sobre mi boca y le ordené al conductor que se dirigiera al cementerio de North Grimstone.

El carruaje me dejó cerca de los altos y negros portones de acero del cementerio. Después de varios extravíos y vueltas, encontré la cripta familiar de los Duvarney en la zona sur del lugar. El nombre de Lisbeth resaltaba en la placa de cobre colocada sobre la puerta de la cripta: “Lisbeth Katherine Duvarney. Nació el 23 de septiembre de 1863. Murió el 28 de julio de 1882”.

Recordé las cartas y mensajes deslizados bajo mi puerta. Lisbeth empezó a escribirlos después de nuestra primera, casi accidental, cita en el jardín de la casa de campo. Palabras escritas deprisa, confesiones infantiles, más divertidas que conmovedoras. Los quemé en mi chimenea, pero, sin embargo, proseguí la relación con la prometida de mi hermano. Su desenfrenada pasión halagaba mi ego. Jamás imaginé la profundidad de esa pasión. Pensé que sus sentimientos se desvanecerían tan pronto como se diera cuenta de la clase de hombre que era.

El rocío se concentraba en grandes manchas húmedas sobre las mohosas paredes de la cripta. Me encontré especulando sobre lo que habría ocurrido si Lisbeth hubiese sobrevivido a esa fatídica tarde de julio. De haber actuado de un modo diferente, ¿sería ahora un hombre menos feliz de lo que soy? ¿Hubiese sido la vida de Lisbeth tan insoportable como la suponía cuando la rechacé?

Sentí el aire frío y brumoso levantarse desde las losas sepulcrales que me rodeaban y deslizarse en mis mangas.

Ante la cripta, me encontré de pronto sin saber por qué había venido.

Alguien tosió cerca de mí.

—Imponente, ¿no? —Un viejo jardinero del cementerio se apoyaba en una pala—. No como esos nuevos. Toda clase de estuatas, que les ponen. F..fingies —el hombre se volvió a chupar los dientes—. Dicen que se las hacen traer desde Egipto.

Asentí brevemente. El viejo era, al parecer, uno de esos irritantes parlanchines que abundan y que erróneamente creen que la edad les da el privilegio de dirigirle la palabra a quien se les antoje. Esperé a que mi silencio le hiciera irse, pero el hombre sólo tomó una posición más cómoda sobre su pala.

—Dígame si le molesto —dijo, pero era evidente que sólo por cortesía—. Los conoce, ¿no? —dijo señalando con la cabeza a la cripta.

—Conocidos distantes —contesté, dispuesto a no revelar más.

—La familia Duvarner ha enterrado a sus muertos aquí por lo menos durante cien años. Muy buena familia, de alcurnia. No me quejo.

El jardinero sacó una vieja pipa de su bolsillo y empezó a llenarla como si tuviese todo el tiempo del mundo.

—Pero raro caso el último entierro —agregó—. La chica.

—¿Qué quiere decir?

El hombre encendió la pipa y me miró con ojos astutos.

—Enterraron un ataúd vacío. Bueno, vacío de cadáver, quiero decir.

El hombre colocó la pipa en su palma y echó humo por la boca, formando nubes rítmicas y siniestras.

—Dicen que hubo algo turbio en la muerte de la muchacha. No voy contándolo a los cuatro vientos, pero dicen que ella misma se quitó la vida. Aun así, digo, uno pensaría que una familia como esa mostraría piedad antes de juzgar. Al parecer querían encubrir el asunto.

—¿Y cómo sabe todo esto?

—¡Ah, bueno! Las cosas se tienen que hacer. Cuando terminó la ceremonia, yo y los chicos dejamos bien colocadas las flores y llevamos el ataúd a su sitio. Después de tantos años ya sabemos cuándo hay un cadáver en el ataúd y cuándo hay sólo piedras y palos. El desplazamiento es diferente.

El hombre aspiró su pipa y prosiguió.

—Pero no dijimos nada. Los problemas de los burgueses, que queden entre ellos. ¿Por qué tendrían que importarnos?

—Claro, por qué —repliqué amargamente—. Quizá debería continuar con su trabajo y dejar a la gente decente tranquila.

El hombre me miró a los ojos, se sacó la pipa de la boca y se rascó la barba.

—Bueno, ¿sabe? Yo estoy aquí todo el día con los muertos. No son muy buena compañía para hablar. Pero si no soy lo suficientemente bueno para el caballero… —tomó su pala y la puso sobre su hombro—. Yo no tengo la culpa, ¿no es cierto?

Yo sabía que mi hermano había sido el encargado de arreglar el funeral de Lisbeth. Ahora me temía que él hubiese hecho algo realmente morboso. ¿Pudo ser tan posesivo con su novia hasta el punto de no querer compartirla con nadie? ¿Ni siquiera con los padres de la muchacha? ¿Ni siquiera tras su muerte?

Caminé a la sombra de los muros del cementerio hasta la entrada principal. Rebusqué en mi bolsillo hasta dar con la nota que me había dado John Reston. En ella estaba escrita la dirección de la casera de Ichabod. El apartamento no se encontraba muy lejos de North Grimstone.

Por supuesto, Ichabod había sospechado que algo sucedía entre Lisbeth y yo, aunque creo que nunca lo supo a ciencia cierta. Como hermano menor, Ichabod siempre fue dolorosamente consciente de que no podía existir una competencia real entre nosotros. Nació para estar en segundo lugar. Siempre me molestó su manera sumisa de pensar, la mirada de perro fiel que me echaba. Muchas veces le atormenté sólo para ver si un día me devolvía el favor.

Fue un alivio para ambos cuando se decidió a estudiar ingeniería en Ashborough, a tener una vida lejos de la mía. Sus profesores le consideraban un ingeniero de mucho talento, hasta el punto de augurarle una carrera en una de las instituciones técnicas gubernamentales o quizá en una de las compañías privadas que manufacturaban máquinas a vapor. Ésas que hoy en día están creciendo como hongos en Knightsbridge.

Ichabod conoció a Lisbeth en el campus. Era fue una de las primeras mujeres aceptadas para estudiar en la Universidad Técnica. Inteligentemente, me presentó a Lisbeth sólo después de su compromiso.

No sé por qué decidí seducirla, a pesar del compromiso. Debía de estar aburrido de pasar tanto tiempo en el campo. Quizá me irritó la felicidad de mi hermano y el aplomo intelectual de Lisbeth, tan poco común en una mujer. Estaba anhelando un reto y no pude resistirlo cuando se presentó de aquella tentadora manera. Quería quebrarla.

Empezó a llover mientras caminaba. La fuerza del agua hacía descender el humo industrial que envolvía la ciudad. La gente empezó a levantar los cuellos de sus sobretodos o a cubrirse el rostro con pañuelos para protegerse de los gases tóxicos. Abrí mi paraguas y caminé rápidamente el último tramo hacia el apartamento.

Miré escaleras arriba y toqué a la puerta pintada de un azul ya descascarado y opaco. Una mujer canosa la entreabrió. Me miró intrigada con unos ojos nublados por las cataratas. Al darse cuenta de que era un caballero, abrió la puerta sólo un poco más.

—¿Qué desea?

—Busco al señor Ichabod Thorpe —dije, y acomodé mi paraguas para protegerme mejor la espalda—. Me dijeron que tenía alquilado un cuarto aquí.

Me escudriñó con la mirada.

—El señor Thorpe se fue hace tres días.

—¿Sabe adónde fue?

—No lo sé y no lo quiero saber —dijo, y lanzó un chasquido al cerrar la boca.

—¿No tiene idea de adónde puede haber ido? Este es un asunto de suma importancia para mí. Es mi hermano —saqué algunos billetes de la pinza y se los ofrecí. Ella los cogió de mi mano y los guardó en el bolsillo de su falda.

—Le doy un buen consejo por su dinero —dijo tomando de pronto mi manga—. Abandone a su hermano. Ha pecado —los ojos de la casera brillaban.

Liberé mi brazo de su reumático puño.

—Como todos lo hemos hecho, mujer —refunfuñé, enfadado.

—Su hermano es el peor de todos. Sus máquinas móviles… he visto sus planos. Juega a ser Dios. Irá al infierno por sus pecados.

La puerta se cerró de golpe y enseguida escuché cómo la mujer cerraba el pestillo.

Ya no me preguntaba por qué Ichabod había dejado su cuarto.

Durante tres días busqué en vano a mi hermano. En la universidad descubrí que su investigación estaba siendo supervisada por cierto distinguido científico de Génova y que ambos habían estado en contacto sólo por carta. Nadie sabía dónde se encontraba el taller de Ichabod. No iba a ninguno de los bares o tabernas en los que los estudiantes de la Universidad Técnica acostumbraban a pasar el tiempo y gastar su dinero. Sólo podía suponer que, después de dejar su apartamento, mi hermano se había mudado a su taller y que ahora estaba viviendo allí.

La tarde del tercer día me encontré nuevamente en el despacho de John Reston.

—No entiendo a qué demonios juega —dije, frotándome las sienes—. Es como si hubiera perdido la cabeza. ¡Y a causa de una mujer!

John balanceó un vaso de fino escocés en sus rodillas.

—Ichabod no es como nosotros, Thaddeus —dijo, y se pasó la lengua por los labios—. Él realmente amaba a Lisbeth.

Me reí.

—Qué generoso de tu parte considerarme tu semejante en este aspecto, cuando sabes muy bien que soy mil veces peor que tú. Lo admito: para mí las mujeres sólo son instrumentos de placer.

De pronto sentí la necesidad de redimirme aunque fuese un poco.

—Pero siempre fui franco al respecto. Con ellas, quiero decir. Todas las amantes que he tenido conocían mi verdadera naturaleza desde el principio.

Todas menos una. Lisbeth se negaba a entender que mi relación con ellas era sólo un juego, una manera placentera de pasar el tiempo. Lisbeth, cuyos ojos marrones lucían tan acusadores. Lisbeth, que había caído por la barandilla de piedra. Por más que trataba de borrar esos trágicos momentos, su cuerpo sobre el patio se encontraba grabado en mi memoria para siempre.

—Debo encontrar a Ichabod —dije a John—. Le llevaré a casa para que se recupere. Le debo esto, por lo menos.

John suspiró.

—Recibí una nota de Ichabod esta tarde. Me pidió algo de dinero. Tiene una factura de un relojero en Rochester Road y no obtendrá las piezas que necesita hasta que pague sus compras anteriores.

—¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste de inmediato?

John hizo un gesto con la mano.

—Pensé que Ichabod estaría mejor sin ti.

Yo estaba visiblemente irritado, pero John continuó.

—Tú más que nadie lo sabe bien. ¡Sólo le has causado pesares y lágrimas! ¡Tuviste una aventura con la prometida de tu hermano, Thaddeus! Sólo Dios sabe lo que ha pasado entre vosotros, pero al parecer tu hermano te culpa por la… terrible decisión que tomó Lisbeth.

John levantó la mano para impedirme responder.

—Pero ahora siento que Ichabod ha ido muy lejos. El total de la factura es importante. No tengo ese dinero para darle.

—¿Te dio el nombre y la dirección del relojero?

John asintió.

—Dámela.

Los establecimientos de los más finos relojeros y joyeros de la ciudad se encontraban ubicados al sur de Rochester Road. En esas tiendas se prestaba atención a los más mínimos detalles y, si era necesario, el maestro mismo realizaba el trabajo requerido. Escogí la primera tienda de la fila.

Sonó la campana que había sobre la puerta. Lámparas de gas alumbraban el estrecho espacio de la tienda. El ruido de los coches y de la gente en la calle se apagó detrás de mí al cerrarse de golpe la pesada puerta. El único sonido que se podía escuchar era el acompasado tictac de docenas de relojes alineados en los estantes. Detrás del mostrador se encontraba un anciano con un inmaculado traje de tres piezas. Tenía un pequeño destornillador en la mano izquierda. Con la derecha sostenía una pieza de relojería insertada en una cubierta de cobre con forma de huevo. La examinaba con una lupa.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó sin levantar la mirada de la intrincada maquinaria.

—He venido a pagar una deuda —le dije.

El relojero levantó la vista, luego tomó la lupa y la colocó en la mesa cerca de la maquinaria de cobre. Dos piernecillas salieron de ella y empezó a tambalearse hacia el borde de la mesa. El relojero frunció el ceño, abrió un cajón y guio a la pieza de relojería dentro.

—Las compras fueron hechas por el señor Ichabod Thorpe —continué.

El relojero se acercó y tomó un gran libro contable de un armario detrás del mostrador. Colocó el libro sobre el mostrador y recorrió con su dedo índice varios párrafos hasta dar con el nombre de mi hermano. El tictac de las piezas de relojería se escuchaba insistentemente.

—¡Ah! —dijo finalmente—. Sí. Lo recuerdo bien. Proyecto fascinante el suyo. Su último pedido ya está esperándole. ¿Se lo lleva?

Por un momento me quedé mirándole.

—Sí, sí, me lo llevo...

—¿Quiere revisar que las partes se encuentren tal y como el señor Thorpe las deseaba?

...